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Los Relatos de Ruben

Relatos cortos

La caza

 

La canoa se deslizaba silenciosamente a través de las ramas que caían plácidamente sobre la orilla del arroyo. Mi padre iba detrás moviendo el remo sigilosamente levantandolo rítmicamente sin hacer ruido. Esta, la canoa, aunque pareciera casi no moverse, iba cortando el agua espejada como el trazo de un cuchillo muy afilado sobre la piel de un ser vivo.

Al cruzar por debajo unos tamarizes, la vegetación se hizo más espesa tan así, que las ramas de los árboles de ambas orillas se entrelazaban entre sí.

Un par de cigüeñas levantaba el vuelo desde unas ramas que se inclinaban hacia el agua. Al principio, rozando su superficie, luego, aleteando se elevaron oblicuamente hacia la otra orilla.

Estábamos atentos; sabíamos que la presa estaba delante en algún lugar alimentándose o refrescándose.

Llevaba una vieja carabina, de esas del ejército, un viejo mauser, el cual descansaba sobre mi regazo. Cada tanto, a medida que iba despejando las ramas que obstruian el pasaje de la canoa las tarariras se alimentaban; lo percibía por el movimiento circular sobre el agua y el sonido del chapoteo que ellas emiten  a escasos centímetros por delante de proa y sobre estribor.

De repente escuchamos el clásico sonido del carpincho, a escasos metros por delante y a estribor. Se alimentaba. Mi padre puso su dedo sobre su boca y estiró casi simultáneamente su mano en dirección a donde estaba la presa. Fue el momento que saqué el seguro al arma.

El animal nos vio. Emitió el sonido característico de alerta precipitándose hacia al agua justo en el instante que abrí fuego. Aún recuerdo verlo como ejecutaba la maniobra de escape dando el salto hacia las profundidades del arroyo para así nadar y alejarse de nosotros, y, el culatazo de la carabina que impulsó mi hombro hacia atrás.

Luego provino el silencio, roto apenas por el pandemónium de las aves nerviosas que revoloteaban de rama en rama.

Mi padre llevó la canoa hacia el lugar donde el animal había salido recostando su popa sobre un acantilado; con una mano se sostenía de una rama, en tanto, hacía gesto hacia el agua. Fue cuando comencé a apreciar el charco de sangre. El proyectil fue mucho más rápido, directo a la parte posterior de sus omóplatos delanteros. Le había acertado. Y sabía que era mortal.

Volvimos de vuelta al campamento, lugar de donde habíamos partido. Sabíamos que había que darle unas dos horas ya que el animal se había sumergido y su cuerpo aparecería flotando para ser apresado por la maraña que formaba parte de la floresta, una de las más espesas y enmarañadas que había en el sotobosque.

Mi amigo Juan

Era una mañana hermosa. Ninguna nube eclipsaba el cielo ese día en el pueblo. Decidí visitar a mi amigo para ir al parque que daba a las afueras, hacia el oeste. Corrí, me monté en la bicicleta bajé una cuadra y media y doblé a la izquierda. A media cuadra estaba su casa. Por ese entonces tenía unos doce años y él, trece. Su casa daba a la avenida principal por un lado y su fondo sobre una calle cortada. Por esa última baje raudo casi cayéndome al doblar. Abrí la puerta trasera y entré la  bicicleta. Enseguida Cleto me vino a saludar; un perro marca perro. Le decíamos Cleto como diminutivo de Anacleto que era su verdadero nombre.       

–Hola Doc –mencioné saludando a su padre– ¿Y Juan?

–Durmiendo –Respondió sin dejar de masticar un croissant y sorber lo que le quedaba del café. Estaba en un receso de la consulta matutina.

Su padre era médico al igual que el mío. Médicos del interior. Mi viejo había nacido en esa ciudad, se recibió de esa profesión en la capital donde conoció a mi madre. El padre de Juan provenía de la capital pero prefirió ejercer en el interior.

Entré con Cleto al dormitorio y lo vi roncando. Su hermano Manuel hacía lo mismo, en una cama adyacente.

–Levantate che –Le dije sacudiéndolo; Cleto ladraba.

–No jodas –Respondió más dormido que despierto y se dio vuelta para un costado. Le hice seña al perro y este se le abalanzó encima subiéndosele arriba de la cama. Yo tiré de las frazadas.

Fue cuando se despertaron ambos.

–Andate a …

–Vamos al parque –respondí al tiempo que hacía una seña al perro que no paraba de ladrar– Te espero en la cocina –Y cerré la puerta.

–Que te den  –Atiné a escuchar– “Yo también te quiero” –Me dije y me encaminé hacia la cocina.

Una hora después íbamos los tres pedaleando cuesta abajo hacia el parque, uno que bordeaba buena parte del oeste de la ciudad con el Cleto corriendo detrás ladrando.

 

-- oo --
 
** Estructura, diseño y diagramación: Rubula **

El anciano

La canoa surcaba lenta las aguas del riachuelo rozando algunas ramas que daban hacia el margen izquierdo por el cual transitaba; el anciano conocía demasiado bien por donde se desplazaba, de hecho había vivido ahí toda su existencia. Ese día venía del pueblo más cercano; había necesitado provisiones y las había adquirido vendiendo pieles de osos que había cazado con anterioridad. Ahora volvía a su casa donde había pasado el largo invierno solitario. Sobre su regazo descansaba el rifle de alto poder adquirido por él en otros tiempos.

Cierto tiempo atrás lo habría conseguido en medio de una apuesta; aún era joven por ese entonces. Ahora anciano volvía a su casa en la montaña a través  del arroyo que bordaba la parte nor-oriental de la misma.

A unos cincuenta metros delante de él, sobre la orilla opuesta por la que surcaba de retorno un alce bebía.

“Tomasito” pensó el anciano cuando lo divisó.

Estando a unos treinta metros, el animal levantó su cabeza en señal de peligro y se escabulló entre los matorrales que cubría esa parte de la costa; a lo alto un halcón peregrino cruzaba el cielo hacia el oriente.

Año y medio atrás, el anciano lo salvó de la mordedura de una trampa puesta por otro cazador oculta bajo la nieve. El lo sacó de ella y logró curarlo.

–Viste querida –mencionó como un susurro al cruzar frente a donde había estado a escasos segundos antes mientras impartía impulso a su canoa mediante un remo– ese era Tomasito.

La niña le sonrió y con un dedo señaló al cielo.

– Y ese es..

–Juancito –Respondió agachándose para evitar la rama de un ciprés que casi acariciaba el agua.

El halcón peregrino siempre iba a su encuentro todas las mañanas; apoyaba sus garras sobre el brazo del anciano envuelto en un cuero; él le daba de comer unos bocados de carne cortada. Era lo que acostumbraba. Esta vez no se dio y ahora “Tomasito” venía a su encuentro.

Al dar la vuelta de un recodo entre la orilla septentrional y una pequeña playa en medio del riachuelo un grupo de garzas remontaban vuelo hacia el éste.

–Esos que ves ahí –señalándolas– son la familia Martínez –Y agregó–: El que lleva la delantera es Jack. Lo has de reconocer por la cintilla que lleva en su cuello, en su parte de arriba –Y le señaló con el dedo–. Ves.

–Ahí esta mama –dijo la niña señalándola– mami, mami.

Su esposa estaba acuclillada lavando ropa a orillas del arroyo; levantó su cabeza cuando los escuchó venir. Casi inmediatamente los saludo levantando su mano izquierda.

Y antes que la canoa tocara tierra su hija se abalanzó a sus brazos abrazando su cintura apoyando su regazo en ella. Ambas se giraron y le sonrieron.

Y eso fue lo que hizo él, –el anciano– sonreír. Pero cuando apoyó su pie en tierra firme ambas mujeres, su esposa e hija, desaparecieron.

Su rifle había sido adquirido en mejores tiempos; una apuesta. Su esposa se había enojado con él a consecuencia de ello. Un día lo había dejado apoyado contra la pared que daba al estar mientras cargaba su camioneta con todos los pertrechos para pasar una temporada en el  monte cuando, vio a su pequeña, de tan solo ocho años con el arma entre su regazo. Apuntaba a su madre.

–¡¡María no!! –llegó a decir–pero el disparo fue más rápido que su reacción. A los lejos una banda de pájaros levantaron vuelo. Quedó petrificado y cuando quiso reaccionar la niña apoyaba la boca de arma en su mentón disparándose.

Nunca más se supo de él, ni sus amigos ni familiares. Nunca más se vio. Una vez cada un año y medio o dos, un anciano aparecía por el pueblo, vendía lo que traía y se iba como había llegado. Solo, solitario. Nadie preguntaba por él. Vendía el producto de ese tiempo y desaparecía.

La nena del Parroco

“Te lo dije ¿no?” Frase que ahora golpeaba su psiquis una y otra vez. No se había percatado de lo evidente, de lo precaria de su situación, hasta que todo se le vino abajo como si se tratase de un castillo de naipes.“Maldita sea” se dijo a sí mismo y golpeó los nudillos de su mano contra la pared, la que estaba a la derecha en la cocina.

Para todos era evidente su condición máxime proveniente de una familia disfuncional como la suya. Tendría unos ocho años cuando su madre cierto día entró a su habitación encontrándolo probándose y viéndose ante el espejo de su ropería un vestido de su hermana mayor, la que se llevaba tan sólo un año y medio de diferencia.

Su padre era un clérigo de la iglesia bautista y su madre, protestante. Había crecido al igual que su hermana en el seno de una familia que imponía para sí rudos principios morales y éticos.

El travestirse. Eso era algo que no podía domar; un potro salvaje acostumbrado a corretear por la pradera de su incipiente psiquis, libre de toda atadura o ligamentos como los implantados en su familia desde que se le reconociere.

A la temprana edad de nueve años ya era considerado “la nena del colegio”, o “la otra nena del párroco” en forma despectiva, algo que, su mente en formación no lograba vislumbrar menos que menos comprender. Comprender que unos nacieron de una forma, otros de otra, pero que no siempre se da de esa forma.  No como la sociedad paute. 

Que existen y han existido diferencias de género, a sus nueve años no podría entenderlo, luego sí.

El costo de esa comprensión cobró su último “duro” al cabo de los años: los desafíos de tener que vivir sintiéndose mujer en cuerpo de un hombre. Aislamiento, incomprensión, desarraigo paterno no así materno que al final le conllevara al alejamiento.

Mudó hacia otra Sociedad, cambió de género, de nombre, pero aún así no pudo sustraerse del familiar y su doctrina. Eso. Eso hasta que a la larga su familia lograra acéptalo, no como ellos querían, sino como él sentía ser: Mujer.